( Memorias de un abogado de provincias)
¿Y si los lazos sutiles que nos unen al pasado tuvieran más trascendencia de la que pensamos y pudieran marcar nuestra existencia de formas que nunca hubiéramos imaginado?.
Siempre escuché que las tres cosas que más estrés producen son un divorcio, obras en casa y una mudanza. Al haber pasado ya por las tres no creí que volviera a ser para tanto hasta que me vi en pleno mes de agosto liado con la mudanza de mi despacho. Los abogados siempre tenemos acumulados expedientes terminados que nos da pena tirar por si algún cliente nos pide documentos o precisamos consultar datos de los mismos, pero mi caso era más complejo, ya que había heredado años atrás el despacho de un tío mío que a su vez lo había heredado de otro familiar lejano. La realidad era que nunca se había tirado ni un solo papel por el “por si acaso” y sin quererlo nos estábamos remontando al S.XIX. Casi siglo y medio de libros y documentos, muchos de ellos dignos de estar en un museo. Los libros antiguos siempre tuvieron su lugar destacado en las estanterías, más por empaque visual que por su utilidad práctica y los documentos llenaban tres cuartos destinados a archivos, dos de los cuales yo no había llegado a pisar hasta ese momento. Cada vez que abría la puerta y los veía allí amontonados a su antojo, polvorientos, ajados por el tiempo y mordisqueados por los pececillos de plata, cerraba la puerta y volvía a dejarlos encerrados como con miedo a descubrir secretos inconfesables de otra época. Debía enfrentarme ya a ellos porque tenía un camión de mudanzas reservado para quince días después y había contratado a una empresa de recogida y destrucción de documentos para cumplir con la Ley de Protección de Datos. Mi traslado de un piso de ciento ochenta a otro de sesenta metros cuadrados me impedía llevar conmigo tan extenso contenido. En verdad ya tenía hecho la mitad del trabajo. Todos los libros estaban depositados en cajas listas para el traslado y mis asuntos recientes estaban bien clasificados en papel y guardados en el ordenador. Eran esos asuntos antiguos los que me estaban impidiendo avanzar, parecía como si tuvieran vida propia y se negaran a salir de aquel viejo despacho que había sido su casa durante largo tiempo.
Los cuartos destinados a archivos no disponían de ventanas y el calor de mediados de agosto de las tierras alicantinas no contribuía a facilitar la tarea. Por ello decidí sacar todos los expedientes y llevarlos al despacho más grande con vistas al mar y así mientras hacía un rápido estrío evitaría acabar asfixiado. Más de dos horas me llevó la tarea y acabé rodeado de pilas de papel que amenazaban con tragarme. No sabía ni por dónde empezar, por eso había sacado todo de golpe para en caso de desesperación utilizar mi máxima habitual: “Ante la duda, a la basura”.
Sentado en el suelo empecé a revisar con curiosidad aquellos casos antiguos. Me encontraba ante arrendamientos, usufructos, servidumbres, enfiteusis, herencias, contratos comerciales, hurtos, robos y homicidios. Muchos de ellos databan de las primeras décadas del S. XX y algunos incluso de finales del XIX. Los leía con la misma pasión con la que de niño devoraba historias de aventuras y misterio. Cuanto más atrás iba en el tiempo más me fascinaban los casos. Un nombre se repetía: Federico Villalba, el primer dueño del despacho. Ahora tenía delante sus papeles y algo no me dejaba deshacerme de ellos. Con una sensación extraña en mi interior me levanté y volví al cuarto de archivos. Ahora al verlo vacío y repasarlo lentamente con la mirada pude notar que tras el viejo y despegado papel pintado de las paredes se podía entrever una especie de hornacina. Me acerqué y acabé de arrancar el papel encontrándome con un viejo álbum de fotografías y una especie de diario de piel oscura con las iniciales doradas F.V en su portada. Los saqué y me los llevé a mi mesa. El álbum estaba forrado de terciopelo azul. Al abrirlo, una fotografía panorámica de la ciudad que incluía el edificio en el cual me encontraba, señorial y elegante, cayó al suelo. Su aspecto era muy parecido al actual pues la pátina del tiempo no le había restado un ápice de belleza. Al recogerla pude ver en su reverso una fecha y una dedicatoria: “Para Isabella, con amor” 1901. La mayor parte de las imágenes reflejaban distintos momentos de una época lejana y las últimas hacían referencia a un solo hombre de gran atractivo en varias etapas de su vida. Su mirada era serena y profunda y en todas ellas destacaba como nota característica un rebelde mechón blanco sobre su cabello oscuro. Me encontraba ante Federico Villalba. Por fin le podía cara al abogado que inició la andadura del despacho en el que me encontraba. Cerré el álbum y abrí el cuaderno de piel negra. Se trataba de un diario escrito con pluma en una letra picuda y hermosa y que llevaba como título MEMORIAS DE UN ABOGADO DE PROVINCIAS. La sensación de haber encontrado alguna especie de tesoro hizo que me sintiera emocionado y con ganas de leerlo de un tirón. Ya se empezaba a vislumbrar la puesta de sol sobre la ciudad cuando inicié su lectura:
“Antes de que las brumas del tiempo diluyan mi memoria y mis recuerdos se pierdan para siempre, quiero plasmar retazos de mi vida que creo que no deben ser olvidados. Todos tenemos una historia que contar, todos somos importantes. Eso lo aprendí de mis clientes, precisamente de los más humildes, que me enseñaron valiosas lecciones. Ahora que mi mente está clara a ratos, escribo para no olvidar, pues siento cercanos los devoradores de memoria que lentamente me arrebatan recuerdos, escondiéndolos unas veces y destruyéndolos otras. Estoy olvidando nombres y lugares y no puedo permitir que mi vida desaparezca sin que nadie conozca mi historia.
Me llamo Federico Villalba y soy abogado. Estoy a punto de cumplir setenta años y he dedicado toda mi vida al ejercicio del Derecho. Nunca me he casado pero tampoco he sido un santo, todo hay que decirlo. He vivido a caballo entre dos siglos y he visto la evolución de mi ciudad.
Recuerdo como si fuera ayer cuando mi padre me habló de la creación del Colegio de Abogados de Alicante allá por el verano de 1838, pues eran obligatorios en aquellas ciudades y villas donde no los hubiera , por lo que los treinta y un abogados que ejercían en Alicante por aquel entonces se dieron de alta al mismo tiempo procediendo a su constitución.
Recuerdo los paseos por las calles de mi infancia, la mayoría estrechas y embarradas, pues muy pocas contaban con adoquines. Casi no había alumbrado y este lo costeaban los vecinos para destacar las capillas de sus santos. Las calles principales estaban iluminadas por algunos faroles de aceite. Me habían contado que tras el derribo de las murallas, que llevó más de veinticinco años, la ciudad pudo empezar a crecer y que en 1858 llegó a Alicante el primer tren desde la capital, lo que supuso el impulso del comercio y el auge de aquella pequeña ciudad de provincias con vistas al mar.
Empecé a ejercer como pasante en el despacho de un amigo de mi padre a finales del S. XIX, recién cumplidos los veintitrés años. Mi primer caso fue defender a un muchacho al que acusaban de robar una gallina. La Benemérita lo había pillado con el pobre animal metido en el zurrón y al descubrirla, esta había salido por patas, literalmente. Basé mi defensa en argumentos mayormente inventados y no sé si porque aquel Tribunal me vio cara de pardillo o porque estábamos al principio de la promulgación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el caso es que le absolvieron al no presentarse el objeto robado ( en este caso la gallina). Días después, el joven, agradecido, ya que no le había cobrado honorarios al poder acogerse al beneficio de pobreza, me trajo un cesto de mimbre lleno de naranjas y yo se las acepté sin intentar pensar demasiado si había cometido otro delito al cogerlas de huerto ajeno. A ese caso le siguieron muchos otros. No éramos muchos abogados entonces y había trabajo para todos. Había días que me los pasaba pisando tierras por discusiones de lindes y otras encerrado en mi despacho desgranando los detalles de complejos contratos mercantiles, aunque siempre me quedaba tiempo para conversar y tomar algo con mis clientes, principalmente los de beneficio de pobreza, que a pesar de no tener dinero eran los más agradecidos y los que más me enseñaron de la vida dándome los mejores consejos. Nunca faltaron en mi mesa ni legumbres, ni fruta, ni huevos ni algún que otro conejo, pavo o gallina, esos fueron sus principales pagos en especie. No me arrepiento de haberlos atendido de gratis, pues sé que eso formaba parte de mi profesión, la cual adoro.
Si a estas alturas de mi vida hay algo que si me hubiera gustado que fuera diferente fue mi historia con Isabella. Ya dije que nunca fui un santo pero ella supuso un soplo de aire fresco en mi mundo cuadriculado. Ella tendría unos dieciocho años y yo unos veinticinco cuando nos conocimos. Pertenecíamos a dos mundos diferentes. Había venido desde el otro lado del océano, de las tierras que yo siempre había querido visitar y se hospedaba en casa de mis vecinos. Pronto nos hicimos íntimos, más incluso de lo que ninguno de los dos hubiera pensado, hasta que descubiertos por su madre, se la llevó lejos de la noche a la mañana y sin posibilidad de saber de ella por muchas cartas que escribí a su antigua dirección. Ese amor ha flotado en mi memoria a lo largo de los años, haciendo que en mis sueños y recuerdos siempre apareciera ella. Continué con mi vida pero nunca la olvidé y en el bolsillo de mi pantalón siempre me ha acompañado el anillo de compromiso que le compré y que nunca pude darle.
Hace un tiempo recibí una visita inesperada. Un joven se presentó en mi casa y me entregó una carta de Isabella. Mi sorpresa fue tremenda y tras leerla con las manos temblorosas, lloré. Ella había muerto y había dejado escrito que cuando llegara ese momento su hijo fuera a buscarme y me entregara la carta en persona. Con los ojos húmedos miré al joven y pude fijarme con más detalle en algo que no me había pasado desapercibido: un mechón de pelo blanco destacaba en su oscura cabellera, el rasgo característico de los varones de mi familia. Era mi hijo. El hijo que tuvimos y del que nunca conocí su existencia hasta ese momento. Su nombre era Federico. Isabella me contaba que al descubrir sus padres que estaba embarazada quisieron obligarla a casarse con un terrateniente amigo de la familia pero se negó, marchándose a casa de una prima lejana de su madre que la acogió y donde crió al niño ella sola como hijo natural. Una valiente en una época dura. Decidió no decirme nada para que yo rehiciera mi vida sin lastres, ya que maliciosamente le habían dicho que yo no quería saber nada de ellos. Todo lo contrario a la realidad. Ahora, muchos años después, nuestro hijo había querido conocerme y había cruzado el océano para buscarme. Quería quedarse si yo estaba de acuerdo y recuperar los años perdidos. Yo, que nunca había tenido hijos ni formado una familia, me encontraba ahora con una, surgida de las brumas del tiempo”.
Acabé de leer su historia con lágrimas en los ojos y entendí por qué los lazos del pasado me unían a aquel hombre. Quizás nunca fue casualidad que yo heredara con el tiempo ese despacho, que también me llame Federico y que un rebelde mechón blanco destaque desde siempre en mi alborotado cabello negro.
M.ª Carmen Llopis Fabra – Abogado