Capítulo VIII
No es que sea patosa pero si la baldosa tiene un pequeño saliente, da por seguro que mi pie lo encontrará. Infinidad de veces he maniobrado en el aire para no darme de bruces contra el suelo. Unas veces lo consigo y otras no. Gracias que tengo los huesos fuertes.
Recuerdo una mañana a punto de bajar del autobús en la estación. Había estrenado una falda preciosa y unas sandalias abiertas por detrás y la tarde anterior había ido a la peluquería. Un cliente sin cita me llamó por teléfono diciéndome que me esperaba en la puerta de mi despacho para darme una documentación. Le dije que no tardaba y colgué.
Al bajar los escalones, una de mis sandalias quedó atrapada en una placa metálica que estaba ligeramente levantada, haciéndome perder el equilibrio. Fue un instante en el que nadie me pudo sujetar a tiempo… Todo el glamour que irradiaba unos segundos antes acabó en un charco de grasa que amortiguó mi caída mientras me deslizaba sobre el mismo. La vergüenza fue mayor que los daños. Iba manchada de grasa y barro desde la barbilla hasta los pies. Milagrosamente solo tenía unas ligeros raspones en las palmas de las manos y en las rodillas porque lo que más me dolió fue el amor propio. Me ayudaron a limpiarme con pañuelos de papel y dando las gracias me fui a mi despacho donde había olvidado que mi cliente me esperaba en la puerta. Cuando me vio me dijo:
– Abogada, ¿qué le ha pasado?, parece que se haya caído en una pocilga de cerdos. – Algo así, le contesté, sin muchas ganas de hablar.
Me dio la documentación en la misma puerta y se marchó riéndose. La glamurosa ropa acabó en la basura por las manchas y las roturas. Menos mal que tenía una muda de recambio en el despacho, gran consejo de mi madre y que me vino de perlas.